Carta sin despedida A veces, mi egoísmo me llena de maldad, y te odio casi hasta hacerme daño a mí mismo: son los celos, la envidia, el asco al hombre, mi semejante aborrecible, como yo corrompido y sin remedio, mi querido hermano y parigual en la desgracia. A veces —o mejor dicho: casi nunca—, te odio tanto que te veo distinta. Ni en corazón ni en alma te pareces a la que amaba sólo hace un instante, y hasta tu cuerpo cambia y es más bello —quizá por imposible y por lejano—. Pero el odio también me modifica a mí mismo, y cuando quiero darme cuenta soy otro que no odia, que ama a esa desconocida cuyo nombre es el tuyo, que lleva tu apellido, y tiene, igual que tú, el cabello largo. Cuando sonríes, yo te reconozco, identifico tu perfil primero, y vuelvo a verte, al fin, tal como eras, como sigues siendo, como serás ya siempre, mientras te ame.